
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3, 16-18).
Todos hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas de una u otra manera el amor. El amor de nuestros padres, esposa, hijos, hermanos y amigos. Y cuando nos sentimos amados y amamos, nuestro corazón se rebosa de alegría.
¿Cuántas cosas no podríamos decir del amor humano?, pero ¿qué podríamos decir del amor de Dios? Amar y ser amado es lo más maravilloso que nos puede pasar, pero sentir y creer en el amor de Dios no tiene comparación.
Dios nos ama con un amor incondicional, no nos ama porque somos buenos, nos ama con un amor puro, un amor que sólo se recibe y acepta, un amor por siempre y para siempre, compasivo y misericordioso, no toma en cuenta nuestros pecados ya que Él nos perdona y nos acoge.
En mi andar en estos caminos del Señor, he podido apreciar y sentir su gran amor en todo cuanto me rodea, ya que todo lo ha creado para mí; Él ha penetrado mi corazón y lo he aceptado y sobre todo pongo mi vida en sus manos para que dirija mis pasos y los de mi familia. Ese amor sin límites siempre lo he dejado que actúe en mí, para de esta misma manera le pueda corresponder a Él, amando a mis hermanos y aun a mis semejantes difíciles de amar.
Aprendí que su amor es personal e incondicional, que quien no ama no ha conocido a Dios porque el Señor es amor y un amor incondicional es aquel que no pone condiciones para amar, que por más importantes que nos creamos y por más preparados que seamos, sin amor de nada nos sirve.
Aprendí a perdonar, entendí la esencia del Padre Nuestro, santificar el nombre de Dios, aceptarlo como mi Padre, hacer su voluntad, amar al prójimo como a mí mismo y perdonar a los que nos ofenden, así como Él nos perdona.
Por eso, estimado lector, que lees estas líneas, no sé si sería mucho pedirte que si no has abierto tu corazón al Señor lo hagas ahora. Te aseguro que para Él nada es imposible, que su infinito amor te espera.